domingo, 27 de mayo de 2007

El Otro entre el tiempo y el instante, 7

Albertina y la verdad

Se ha mencionado más arriba la confesión del narrador en el último volumen del ciclo: «La materia de mi experiencia, que iba a ser la materia de mi libro, me venia de Swann...» (Tiempo recobrado, 221). A imagen de lo que ocurre en la historia de Swann y Odette, el hilo narrativo de la última parte del ciclo está construido a partir de los sufrimientos del narrador a causa de los secretos de Albertina: «[en ella] sentía que nunca sabría, que en esa multiplicidad entremezclada de detalles reales y de hechos falsos jamás conseguiría aclararme .» (Sodoma y gomorra, 130).

Esa puerta que el instante nos abre hacia el tiempo perdido constituye también un puente hacia la verdad, pero una verdad en la que el azar es soberano absoluto, una verdad de la que el sujeto es víctima y no dueño. Maria del Mar Duró, en la mencionada antología, y siguiendo la estela deleuziana, ha señalado tres claves que enmarcan el concepto de verdad subyacente en Á la recherche. Primero: “La verdad no se da, se traiciona”. (De la imaginación y del deseo, 193): «A menudo esas cosas que [Swann] no sabía y que ahora temía saber, la misma Odette se las revelaba espontáneamente y sin darse cuenta; en efecto, la distancia que el vicio interponía entre la vida real de Odette y la vida relativamente inocente que él le había atribuido, y atribuía aún muchas veces, a su querida, la extensión de esa distancia, Odette la ignoraba [...] Odette intentaba eliminar de su confesión todo lo esencial, pero quedaba en lo accesorio algo que Swann jamás habría imaginado, cuya novedad lo abrumaba y le permitía alterar los términos del problema de sus celos.» (Por el camino de Swann, 363-364). La verdad se dice sin decir, se capta sin querer. Que no exista una voluntad de verdad en el comunicante es algo que entra dentro de lo esperado, pero incluso cuando no hay voluntad de sospecha en el que escucha, la verdad brota del propio manantial del tiempo perdido instigada por la memoria soberana.

Segundo: “La verdad no se comunica, se interpreta.” (Duró, 194): « [...] yo que durante años sólo había buscado la vida y el pensamiento de las personas en el enunciado directo que me ofrecían voluntariamente, por culpa suya había llegado, en cambio, a no atribuir importancia sino a testimonios que no son una expresión racional y analítica de la verdad; las propias palabras sólo me informaban a condición de interpretarlas del mismo modo que un aflujo de sangre, en el rostro de una persona estremecida, o incluso como un silencio repentino. [...] Por lo demás, una de las peores cosas para el enamorado es que, si bien los hechos particulares -que únicamente la experiencia o el espionaje, entre otras posibles realizaciones, darían a conocer- son muy difíciles de descubrir, la verdad es en cambio muy fácil de intuir o de presentir.» (La prisionera, 80). La experiencia vital supone un aprendizaje que, a menudo, nos enfrenta a un problema moral. En la ingenuidad de la juventud se piensa que las cosas son como deben ser, luego la experiencia enseña que las cosas son como son, que la gente en general, no es noble, ni buena, ni solidaria, ni empatiza con el otro, etc... ni dice la verdad. Entonces se plantea uno el dilema moral de si aprovechar esa sabiduría perversa para alcanzar los propios fines y aceptar el riesgo de convertirse en un pequeño miserable o, por el contrario, pelear, contra uno mismo incluso, por conservar cierta dosis de inocencia y resistir la tentación de practicar el pequeño mal cotidiano. Llega un día en que es necesario pensar en la moral, en el papel que juega en nuestras vidas. Escoger la vía ascética, la autoaceptación de un límite o, por el contrario, adentrarse en un lado salvaje amoral y hedonista, donde todos mienten y nadie puede ocultarse. Pero hay una dificultad añadida para la elección; como explica el narrador, llega un día en que se conoce, se sabe, que no hay cielo, no hay ángeles; el niño que piensa que todos dicen la verdad por que es bueno y que no hay máscaras, se transforma en el adulto que comprende que ser persona es ser hipócrita y que los hombres mienten para conseguir lo que desean y que, en consecuencia, la verdad sólo es intuíble, hay que sospecharla para alcanzarla, lo que equivale a que uno mismo se convierte en un ser con dobleces y que también mentirá para conseguir lo desea, aunque sólo sea saber.

«Francisca fue la primera en mostrarme [...] que la verdad no necesita decirse para que se manifieste, y que acaso pueda recogerse más certeramente, sin esperar a las palabras y aun sin hacer el menor caso de ellas, en mil signos exteriores, incluso en ciertos fenómenos, análogos en el mundo de los caracteres a lo que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos». (Por el camino de Germantes, 531)[24]. Aquí se nos muestra una idea de la verdad absolutamente separada de la facultad verbal (y, por tanto, de la voluntad de comunicar), y ligada a signos expresados en un lenguaje no oral, sino dependiente de los indicios físicos. Esos que el sujeto derrama a su alrededor la mayoría de las veces de forma involuntaria y sobre los que el psicoanálisis centró su atención de forma directa. La palabra es ligera, la verdad es dura, sólo lo físico puede expresar su fisicidad.

Tercero: “La verdad no es querida, sino involuntaria” (Duró, 195). Se conoce la verdad no por buscarla, sino como resultado de un accidente; se trata de un hallazgo fortuito, una especie de tropiezo que nos coloca frente a un instante revelador. Es sólo a partir de ese momento que la voluntad empieza a operar en esa búsqueda de la verdad. Guiado e impulsado por la pasión de saber, el amante se transforma en una especie de detective que inicia búsqueda inquisitiva cuyo fruto no es otro que la recuperación de un pedazo de tiempo en estado puro, recobrado.




[24] Francisca es una de las criadas del narrador. Benjamin cita una aguda apreciación de una conocida de Proust, en la que se da razón de la fascinación de éste por el personal de servicio: «Un pasaje de la princesa Clermont-Tonnerre nos parece rico en enseñanzas “Y para acabar, no podemos callarnos: a Proust le arrebataba el estudio del personal de servicio. ¿Era porque se trataba de un elemento que nunca encontraba en otra parte, estimulante de su sagacidad, o les envidiaba que pudiesen observar los detalles íntimos de las cosas que a él le interesaban? Sea como sea, el personal de servicio, en sus figuras y diversos tipos, era su pasión.”» (Walter Benjamin, Una imagen de Proust.) Y ¿cómo no recordar a las criadas de Vermeer como testigos mudos?

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