miércoles, 13 de junio de 2012

Un par de pistas nietzscheanas sobre el carácter de la tragedia griega


Los dioses trazan el destino de los hombres. Este axioma de la cultura griega puede ser formulado de una manera menos chocante para nuestra sensibilidad moderna: lo que los griegos llamaban destino, nosotros lo llamamos azar. Al contrario de lo que ocurre con los dioses, el sufrimiento es connatural a la vida del hombre. Este segundo axioma que parece independiente del primero, está sin embargo relacionado con él, es más, es un corolario o una consecuencia del anterior y hay un elemento que los une en esta relación de consecuencia: el tiempo. El combate entre el destino y el azar brilla especialmente en Edipo Rey, la obra maestra de Sófocles, en donde leemos: “Te descubrió, pese a tu oposición, el tiempo que todo lo comprueba.(251)”  Edipo es un hombre piadoso, pero que ha cometido impiedad sin saberlo. Todo en Edipo tiene que ver con el azar, que otros llamarán destino:

¿Quién que conviva más que tú con desastres salvajes,
quién que conviva más que tú entre penalidades,
por un revés de fortuna? 251

El tiempo transforma el azar en destino y el destino se cumple en el tiempo a veces en la forma del azar. La principal causa del sufrimiento humano es precisamente el estar, al contrario que los dioses, sometidos al tiempo; la caducidad, lo efímero de la vida, la decadencia del cuerpo y los sentidos y la inevitable muerte, temas ya presentes con fuerza en la lírica arcaica. Arquíloco nos recuerda: “Todo al hombre, Pericles, se lo dan el azar y el destino.” La existencia oscila entre la fortuna y la desgracia, sin que la voluntad humana tenga mucho que decir. Por ello es recomendable, ya sea en la fortuna o en el fracaso conservar el temple:

Corazón, corazón, de irremediables penas agitado,
Alzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles
el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente
con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,
ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.
En las alegrías alégrate y en los pesares gime
sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.1

Al contrario de lo que un acercamiento apresurado a la tragedia griega podría sugerir, la experiencia trágica que las obras reflejan no es excepcional o extraordinaria, por muy excepcional o extraordinaria que sea la historia o la trama, sino que plantea los términos de la vida humana tal cual es. En este sentido las tesis de Nietzsche, si bien escandalosas desde el punto de vista de la filología ortodoxa, contienen una valiosa enseñanza acerca del carácter esencial de la tragedia. La cuestión no es si la tragedia pone en escena el dolor humano, o los momentos cruciales de una vida, sino porqué en un momento dado de su historia un pueblo comienza a escenificar esas pasiones como recreación, en el curso de una fiesta popular con un componente ritual y religioso, como manifestación de una comunidad, como celebración lunar de la pasión, en un regreso cíclico, en el que el público otorga premios y cubre de gloria a los autores. La celebración de los certámenes trágicos durante las Grandes Dionisias que tenían lugar en la época del año que coincide más o menos con lo que nosotros llamamos Semana Santa, nos recuerda a los espectáculos colectivos de nuestra “semana de pasión”. Para Nietzsche, la tragedia no está para imitar una realidad humana sufriente, ni siquiera con un interés pedagógico, si no que, en tanto arte, busca transfigurar esa realidad: “Pues el hecho de que en la vida los acontecimientos se desarrollen de una manera tan trágica es lo que menos explicaría la génesis de una forma artística; ya que el arte no es solo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito trágico participa también plenamente de ese propósito metafísico de transfiguración, propio del arte en cuanto tal: qué es lo que el mito trágico transfigura, sin embargo, cuando presenta el mundo apariencial bajo la imagen del héroe que sufre? Lo que menos, la “realidad” de ese mundo apariencial, pues no dice precisamente: “Mirad! Mirad bien! Esta es vuestra vida! Esta es la aguja del reloj de vuestra existencia!” (Nietzsche: p. 186.)

Se llamó tiempo axial2 a la época en la que aparece la especulación racional sobre determinados temas desde Grecia a China, pasando por Judea, Persia y la India, hacia el siglo VI antes de Cristo. Algunos de esos temas fundamentales son los conceptos de “justicia”, “ley” y “necesidad”. La tragedia griega es también hija de esa época, al menos en sus formas más arcaicas. Podemos decir que Nietzsche tomó su concepto de “vida” de la tragedia griega, lo cual muestra la importancia fundamental que sus tempranos estudios trágicos tuvieron para su filosofía. Pero también es cierto que el concepto nietzscheano de “vida” tiene un componente budista inequívoco que al alemán le llega a través del tamiz schopenahueriano (no pocas veces aquél afirma que la patria primera de Dionisio se encuentra en oriente). En particular, la historia inicial de Buda que narra cómo éste descubre el dolor, la enfermedad, la muerte y el crimen como componentes esenciales de la vida, la reencontrará Nietzsche en la tragedia griega3, sobre todo en Esquilo quien, además, le proporcionará el componente que falta para completar y redondear este concepto de vida: la música. Gracias a ello, el pensamiento trágico, al contrario que el nihilismo budista que optará por mantener las funciones vitales al mínimo, podrá manifestar su gran sí a la vida incluidas todas las calamidades que los seres finitos están condenados a experimentar, al contrario que los dioses; la vida que ha de ser celebrada en la música, en el cante y el baile, es la mera intensidad de estar vivo a la que corresponde ese gran sí. Bajo su punto de vista, este era el porqué de la existencia de la tragedia y el porqué de su celebración común bajo la advocación de Dionisio: “De igual manera, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí mismo en suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico – que, como yo insinúo ya aquí, deja en nosotros la verdadera tragedia – de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera, ese consuelo aparece con corpórea evidencia como coro de sátiros, como coro de seres naturales que, por así decirlo, viven inextinguiblemente por detrás de toda una civilización y que, a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eternamente los mismos.” (Nietzsche: p. 77). Lo trágico se enmarca en ese contraste entre dioses y hombres. Sufrir como un hombre, y sin embargo amar la vida como un dios. La vida tal cual es, con sus azares y desastres, sin cosméticos que disimulen sus fealdades o narcóticos que mitiguen sus dolores; la vida en su tremendismo es el tema de la tragedia griega. Sólo expuesta en su máxima crudeza puede la conciencia decir sí a la vida con todas sus consecuencias. El caos y lo absurdo y doloroso de la existencia es lo que nos recuerda Dionisio. Nos pone frente a todas las singularidades de la naturaleza de las que parten ese horror y ese dolor. Luego Apolo recubre todas esas grietas con una apariencia de regularidad en la que el hombre acaba ingenuamente por confiar hasta que la catástrofe de la singularidad revela su rostro de nuevo. Eurípides pone en boca de Casandra en Las troyanas unos versos que reivindican ese ánimo complaciente en medio del desastre:

Es mejor silenciar las ignominias.
Ojalá mi musa no recuerde jamás
en sus canciones los desastres! (384-385)

Es precisamente la filiación dionisíaca, por lo que el culto a Dionisio significa, lo que da para Nietzsche a la tragedia su carácter esencial, estableciendo con sus principios una relación profunda que se mantiene hasta el final para el género trágico, como nos muestra Eurípides con Las bacantes, su última gran creación: “En esta polaridad de paz y tumulto, de sonriente encanto y destrucción demoniaca, Eurípides vio el culto dionisíaco como espejo de la naturaleza y aun posiblemente como espejo de la vida” (Lesky: 428).

1Arquíloco en Antología de la poesía lírica girega, Edición de Carlos García Gual, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 27
2Concepto introducido por Karl Jaspers en su obra Origen y meta de la historia, cuya edición original apareció en 1949.
3 “Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual” (Nietzsche: 138).

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